miércoles, 23 de mayo de 2012

Aromas y recuerdos

Para cada uno de nosotros, el sentido dominante, aquel para el que somos más sensibles, es uno diferente. En mi caso, probablemente sea el oído el que me sugiere más sensaciones, el que me despierta más sentimientos pero es, indudablemente, el olfato el de mayor capacidad de evocación y no creo ser en eso una excepción. Al percibir ciertos aromas, vuelo en sus alas y retrocedo a otros momentos y lugares que se manifiestan con una meridiana claridad: el olor de manzanilla recién cortada me lleva a la casa de mis abuelos, a los veranos en Menorca, a las sofocantes horas de la siesta y las interminables esperas para gozar del baño y de las olas; el olor de las lilas al atardecer me transporta a aquel jardín de la casa en que viví mi adolescencia y a aquella pequeña plaza donde empecé a escribir mis versos, casi tartamudeos de un lenguaje encorsetado y redundante; el olor a jazmín y madreselva me devuelve al camino cotidiano hacia el colegio en las mañanas frescas y angustiosas de aquel fin de curso que era también el fin del bachillerato, el fin de una etapa en la que habían aflorado tantas cosas: la amistad, la rebeldía... el amor. El amor, que era la sonrisa cómplice en un cruce de miradas, el encuentro furtivo y calculado en una esquina, el querer y no querer estar con alguien. El amor, que era la emoción escuchando una canción en la voz cálida y viril de quien la cantaba para todos pero tu soñabas que la cantaba para ti. El amor, platónico y cercano, infantil y sublime, que palpita todavía en mi alma cuando se eleva por encima del tiempo con la fuerza evocadora de un olor.