domingo, 2 de octubre de 2011

El ancla del barco que nos lleva

Si hay algo tan doloroso como despedirse de un ser vivo, es desprenderse de un libro. A veces, lo perdemos y es como un accidente, doloroso e inevitable, al que poco a poco nos vamos resignando; a veces, lo prestamos y ya nunca volvemos a recuperarlo: es como un secuestro sin resolver que martillea constantemente en nuestra memoria y late en nuestros sentimientos hacia el secuestrador. Ambas pérdidas son ajenas a nuestra voluntad y sólo nos queda el sufrimiento. Lo que resulta realmente duro es tener que sacar un libro -o muchos- de nuestra vida, en realidad, suele ser de nuestra casa, de nuestro espacio limitado y estrecho donde ya no queda espacio físico para esa convivencia muda, casi ignorada, que ha durado tanto tiempo. Nuestros seres queridos nos dejan porque acaba su recorrido, porque la naturaleza es implacable y no podemos hacer otra cosa que asumirlo, pero un libro es intemporal, aunque esté leído y releído, aunque su contenido esté superado, aunque sus páginas tomen ese tono otoñal de la decadencia, y sólo muere cuando nosotros lo matamos al sacarlo de su lugar en esa estantería abarrotada. ¿Los libros son tan sólo papel reciclable? ¿Qué es su letra escrita y todo lo que encierra? ¿Se puede reciclar el alma de los libros? ¿Tenemos derecho a enterrar en un ataúd azul de chapa las mentes, los corazones, los ojos, las manos que encierra la memoria de cada libro?
Los libros, como nuestros padres, son generosos y perdonan nuestros olvidos y nuestras ingratitudes pero forman parte de nuestras raíces y, de igual manera que los árboles sólo pueden crecer sobre ellas, las necesitamos para edificar nuestro mañana. Nadie en su sano juicio consideraría un ancla como una carga inútil, como una atadura innecesaria. Seguramente, los libros son el ancla del barco que nos lleva.

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